Dos amigos en una de las rutas jacobinas más antiguas entre León y Oviedo.
16 a 21 de mayo de 2016
Muy breve introducción
Siendo Oviedo capital de la cristiandad, el rey Alfonso II mandó construir una cámara santa en su catedral para guardar y venerar las reliquias sagradas trasladadas allí desde Oriente, lo que convirtió a dicha urbe en el mayor custodio de reliquias de toda Europa. Según la tradición el “arca santa”, en la Catedral de Oviedo, fue utilizada por los apóstoles para guardar objetos vinculados con la pasión y muerte de Jesús. Y entre las reliquias más destacadas que se custodian destacan las del “Santo Sudario” y la “Cruz de la Victoria”, que portaba Don Pelayo en la batalla contra los musulmanes en Covadonga.
Muy temprano en los tiempos fue Oviedo, por ello, receptora de peregrinos en aras de alcanzar las indulgencias, y desde allí, y según sus fuerzas continuaban hacia Santiago de Compostela por el llamado “Camino Primitivo”, del cual fue también primer peregrino, según cuenta la leyenda, el propio monarca Alfonso II, una vez que en la ciudad compostelana fue descubierta la tumba de Santiago Apóstol.
El hecho de que este trayecto, muy transitado en tiempos remotos, sea actualmente muy poco concurrido, además de suponer un itinerario a través de pasos de montaña y muy alejado de las principales vías de comunicación entre Castilla y Asturias, motivó de manera principal nuestra intención de recorrerlo, sin que otros aspectos históricos o religiosos fueran decisivos en nuestro proyecto.
Primer día de viaje
Un domingo por la tarde accedimos desde Madrid a un autobús a León, para al día siguiente comenzar el camino hacia La Robla, no sin antes recorrer el barrio húmedo leonés, en el que nos adentró una excelente anfitriona, Esther, amiga de Goyo, que nos acompañó y nos invitó a saborear, entre otros caldos, el singular “vino “picudo”, popular tinto de la tierra, además de degustar la rica cecina leonesa. Fue una noche redonda perfecta antesala de lo que nos esperaba.
Y comenzamos el camino
La primera jornada transcurrió entre León y La Robla, un aperitivo de 28 kilómetros, en muchos tramos a la vera del río Bernesga, que también atraviesa León, destacándose, entre otros lugares, el pueblo de Cabanillas, con albergue e iglesia, en donde no había bar o comercio en el que poder abastecerse de suministros.
La central térmica en los accesos a La Robla, destacaba en oposición, al mundo rural y campestre que habíamos encontrado a lo largo del camino, convirtiéndose en hito e insignia de un pueblo tranquilo que creció a partir del carbón, industria ésta, que lo transformaría radicalmente.
Llegados al albergue, confortable y con todo lo necesario, nos ducharnos y salimos al pueblo a comer, degustando, por ello, unas magníficas judías en un restaurante popular. Pasamos la tarde por el pueblo y tras adquirir algo de comida regresamos al albergue, en donde definitivamente oincidimos los seis peregrinos que iríamos recorriendo a la par el camino a Oviedo, usualmente y como es habitual, juntándonos en los fines de etapa: un grupo de tres amigos, Antonio y Jesús, caminantes, y Juan que llegó en bicicleta más tarde, difícil combinación en las jornadas sucesivas, dos andando y uno en bicicleta, y Josephine, una joven francesa de Arrés, de sesenta y cinco años, caminante donde las haya y que llevaba en el camino, prácticamente desde principios de abril, iniciándolo en San Juan de Pier de Port, desde donde llegó a Santiago, para continuar por el “Camino Primitivo” hasta Oviedo. Acudiendo, a continuación a León en autobús, para iniciar el “Camino del Salvador” hasta, de nuevo, a Oviedo y teniendo la pretensión, conforme nos diría, de continuar hasta Hendaya, por el llamado “Camino de la Costa”, mi amigo Goyo y el que se atreve a escribir estas líneas, de nombre Juan Antonio.
Y no hay dos sin tres
La segunda jornada transcurriría entre La Robla y Poladura, lo que supondría una caminata de unos 24 kilómetros. Ruta que nos llevaría al primer hito montañoso, el Alto de Forcadas de San Antón, de 1.482 metros, inicio del espléndido camino a través de montes y valles y cuyas expectativas fueron perfectamente recompensadas. En Pola de Gordón adquirimos víveres, único lugar en esa jornada para poder hacerlo y desde allí avanzamos hasta Buiza, pueblo prácticamente abandonado en donde iniciamos los remontes en el punto en el que un cartel de madera, sobre una estaca clavada en la tierra, indicaba la dirección de Oviedo. Una súbita ascensión acrecentaba el placer de la mirada hacia horizontes, cada vez más lejanos, a través de senderos colmados de flores. Poco a poco nos fuimos internando en el seno de ese ramal montañoso, entre arboleda, flores y peñascos hasta llegar al Alto de las Forcadas de San Antón, lo que suponía algo más de 300 metros de desnivel, y donde la nieve, se hacía presente por doquier en el horizonte. Hermoso paisaje el que divisábamos a nuestro alrededor. Y desde dicho alto fuimos descendiendo podo a poco hacia Poladura atravesamos bosques y praderas, por sendas vertiginosas, progresando sobre las hoces del rio Rodiezmo y guiados por las llamadas “piruletas de limón”, hitos con forma de concha amarilla que, sobre pinchos metálicos iban señalizando el camino.
En un punto de la ruta no pudimos resistir la tentación de parar y sentarnos en una roca para desde allí divisar el paisaje: un magnífico valle de color verde en el que se divisaban tres, cuatro, cinco pueblos (Rodiezmo, San Martin de la Tercia, Villamanin …) y al fondo las montañas nevadas. Al cabo y en el camino apareció Josephine que tras saludarnos con su sonrisa, continuó su andar hacia Poladura.
Tras ingerir unos frutos secos reanudamos la marcha, y una vez en el valle, avanzamos hacia el pueblo, con las montañas nevadas en el horizonte. Alcanzamos a Josephine y juntos accedemos a Poladura de la Tercia, aldea con muy pocos vecinos en la frontera de León con Asturias. El albergue, una antigua escuela estaba abierto, con lo que subimos a la habitación donde se erradicaban las ocho o diez literas que lo sustentaba, eligiendo una cada uno de nosotros. Los caminantes y peregrinos sabemos que siempre son las mejores las de abajo por su facilidad de acceso. Ducha, lavado de ropa y descanso fueron las tareas que nos ocuparon a partir de la llegada. Y mientras tanto los tres amigos que conocimos en La Robla, algo mojados tras aguantar una tormenta, pusieron pié en él.
Todo a la espera de la cena que habíamos encargado en la Casa Rural “El Embrujo”, único lugar en este pueblo en donde se podía encargar algo de cena y en el que, además de obtener las viandas que nos confortarían en esa jornada, junto con dos litros de vino de la tierra, obtuvimos buena información para la jornada del día siguiente, en la intención, tal y como nos aconsejó el “hospitalero” de llegar a Bendueños, en Asturias, lo que suponía una larga y dura jornada, además de atravesar el Puerto de Pajares.
La cena, los seis caminantes juntos en una mesa común, al mejor estilo hospitalero, arroz con vegetales y costillas de cerdo, acompañado de vino de la tierra, fue fraternal y divertida. Un buen momento para recordar el camino recorrido y comentar las próximas jornadas, además de pequeñas anécdotas personales que especialmente adornaron la reunión.
Josephine, francesa como digo, hablaba muy poco español, con lo que nos comunicábamos en inglés, en mi inglés. Era gracioso que nos entendiéramos en un “popurrí” lingüístico de inglés, francés y español; pero lo conseguíamos.
Cuarto día de viaje y tercera jornada caminando
Sabíamos que iba a ser la jornada más dura y Josephine, expresamente, se unió a nosotros. Salimos del albergue con niebla y muy pronto y por un carril ancho nos fuimos internando en la montaña, hasta que se convirtió en una senda. El sol se hizo presente y conforme ascendíamos atrás quedaba el valle de donde proveníamos cubiertos por un mar de nubes. Muy pronto llegamos a uno de los lugares más representativos de este camino, “El Alto de los Romeros” donde un conjunto de voluntarios, en octubre de 2012, enclavaron la llamada “Cruz de San Salvador”, hito representativo del mismo. Una vez en él y observando el trayecto seguido la vista del valle cubierto por las nubes y los picos cercanos a nuestro alrededor componían una cuadro excepcional.
Continuamos ascendiendo hacia el Canto de la Tusa, la cota más elevada del trayecto, de 1.572 metros. Pudimos pisar pequeños neveros antes del collado, tras el cual accedimos al siguiente valle. Es de destacar el carácter montañoso de este trayecto que, no teniendo ninguna dificultad en la época en que lo recorrimos, mes de mayo, en invierno y con nieve puede ser especialmente peligroso, en el caso de que no se acuda con los elementos técnicos necesarios. Tras un pequeño descenso y una accesible rampa llegamos al alto de Vista Arbás, y desde él al siguiente valle desde el que accederíamos al Puerto de Pajares,
Disfrutamos de las vistas desde un alto, haciendo fotos y observando el paisaje. Este paso de montaña, con escasa altitud para ser un puerto de montaña, 1.334 metros, supone un acceso muy complejo, para los que provienen desde lugares costeros, al tener que superar un fuerte desnivel y ello especialmente cuando hay nieve, lo que en las épocas invernales es muy frecuente por estos lares.
Conforme nos había indicado un lugareño en Poladura, tras la valla, en el aparcamiento del antiguo parador, actualmente cerrado, salía una trocha que más tarde enlazaba con el GR100 y que nos evitaría pasar por el pueblo de Pajares, donde usualmente los caminantes acaban esta etapa, para poder acceder directamente a San Miguel del Rio, ahorrando por ellos unos cuatro kilómetros y algo más de una hora. Era arriesgado en tanto teníamos que seguir una indicación no recogida en los mapas de los que disponíamos, pero estábamos decididos a hacerlo. Goyo, con su buen hacer, rápidamente avistó la senda por la que iniciaríamos el descenso, en sus inicios siguiendo la trayectoria de la carretera, por debajo de la misma, hasta que se encuentra el GR100, la tan familiar marca roja y blanca, desde el cual nos adentramos en lugares increíbles. El GR seguía el trayecto de una cuerda con vistas a dos vertientes, en la que encontrábamos pinos, sabinas, hayas e incluso acebos, en un recorrido efectivamente espectacular.
Como se observa se adjunta el track, pero advertimos que en invierno, con nieve y hielo, es especialmente peligrosa dicha senda, por lo que se desaconseja su travesía. Como alternativa se refiere la opción de continuar por la carretera, algo menos de 1 Km, entre el Km 87 y el 86 de la
Nacional 630, advirtiendo que es muy peligrosa también por carecer de arcén o ser éste muy estrecho y la gran circulación de vehículos, especialmente camiones, hasta encontrar a la izquierda un ancho sendero que siguiéndolo conducirá al GR100.
Y con estos visos llegamos a San Miguel del Rio, donde comimos. Josephine nos dio a probar un fiambre singular, lengua de vaca, que no nos gustó, además de ser muy salada…. La ingesta de los alimentos y líquidos necesarios la hicimos bajo un árbol magnífico que nos dio sombra, a la vera del rio y con dos pacíficos perros que nos hicieron compañía.
Desde San Miguel del Río a Herías en donde finalizaríamos nuestra larga jornada en un antiguo lavadero de ropa, en la actualidad monumento que refleja anteriores formas de vida, habíamos de recorre unos 14 kilómetros. Y nos pusimos a la tarea. La trocha, senda, por la que transitamos era exigente, con continuos ascensos y descensos, pero atravesando lugares increíbles, siempre con el valle a nuestra derecha, entre bosques y chorreras que, en ocasiones, formaban preciosas cascadas, y
atravesando pueblos, donde los ancianos eran los protagonistas, en la permanente intención de prestar ayuda o echar una parrafada; Santa Marina y Fresnedo, pueblitos encantadores y también se quiere hacer mención de un esplendido paraje en el que se asienta le ermita prerrománica de San Miguel.
Llegados al lavadero de Herías, nos recogió Sandra y nos acercó al agradable y acogedor albergue de Bendueños que gestiona y que es recomendable al cien por cien. Queremos hacer especial mención de esta hospitalera, joven mujer y madre de cuatro hijos, y que sola se hace cargo de su familia, además de atender a los peregrinos con toda clase de atenciones y delicadezas. Tuvimos la oportunidad de cenar con una pareja de leoneses que también iban recorriendo el camino, mientras Sandra preparaba las viandas que un poco más adelante iban a constituir nuestra ingesta, y charlar gratamente sobre todo y nada, y de las ortigas que tanto habían castigado a nuestra compañera leonesa. Una tarde magnífica.
No hay quinto malo
Esta jornada, quinto día de nuestro viaje y cuarto de caminata iba a termina en Mieres, de manera excepcional. Pero no adelantemos acontecimientos. Comenzamos en una mañana excepcional, soleada y sin mucho calor. Muy pronto llegamos a Campomanes, pueblo grande pero nada relevante. Y continuamos hacia unos de los lugares más mágicos que encontraríamos en nuestro recorrido. En una colina dominando el rio Lena, se encaramaba la ermita de Santa Cristina de Lena, icono del prerrománico asturiano, del siglo IX y declarada por la UNESCO patrimonio dela humanidad. Una verdadera joya arquitectónica. Continuamos a la vera del rio hasta Pola de Lena, donde acudimos al albergue de peregrinos para que nos sellaran la credencial. Josephine iba eufórica, había aprendido a decir buenos días y como la contestaban, repetía el saludo con cada paisano o paisana con el que nos cruzábamos.
En nuestro devenir nos adentramos en uno de los peores trayectos recorridos, lo que se
menciona apropósito y como advertencia. Y es la carretera entre Villallana y Ujo, estrecha, sin
arcén, que supone un cierto peligro para los caminantes por la cantidad de vehículos que la transita. Desde Ujo y hasta Mieres transitamos, prácticamente de manera continua a la vera del rio Lena. Durante el camino íbamos comentando diversos aspectos, pero entre otros el placer de una posible comilona en Mieres, Hablábamos por supuesto de unas ricas fabes asturianas, bien regadas con sidra. Y no lo dudamos, llegados a la ciudad encontramos un buen restaurante, “El Consistorio”, en donde entre pecho y espalda nos metimos unos cuantos platos de fabes, acompañadas, de buena sidra y magnífico queso de la tierra, para terminar con un rico arroz con leche. No sabemos si esa
fue la razón, pero la verdad es que Josephine, que disfrutó enormemente con la comida, una vez en el albergue, se metió en la cama y no la volvimos a ver hasta la mañana del día siguiente.
Esa noche tuvimos la ocasión de comentar experiencias con otros compañeros y compañeras caminantes, la mayor parte de ellos conocedores de otros caminos en las rutas jacobeas. Y por hacer mención de algunos de ellos destacar a una pareja de escoceses de mediana edad, el callado y prudente y ella habladora, seguramente por su conocimiento del español, voluntarios de una ONG en algún país iberoamericano, y que se dirigirían, desde Oviedo, aun albergue en el camino, para ejercer de hospitaleros.
Y llegó el último día en el camino
El trecho hasta nuestra meta final se iba reduciendo y Goyo y yo iniciamos esta jornada con la idea clara de que se terminaba. Y todo ello muy a nuestro pesar. El camino había cubierto por exceso todas nuestras expectativas, tanto en el terreno personal como en el geográfico. Y nos costaba aceptar la idea de que se acababa. Posiblemente Josephine, de la que conocíamos su proyecto de continuar hasta Hendaya, pudiera tener otras sensaciones, pero a pesar de ello y de alguna manera también expresaba cierta melancolía en alcanzar el final de este trayecto a tres por corto que hubiera sido.
Siempre me había sorprendido el grado de compañerismo y fraternidad que en determinadas ocasiones, caminantes, peregrinos, conseguían en el “camino”. Y ello en personas de diferente edad, ondiciones personales, familiares y de todo tipo. Sin embargo todas tenían un objetivo, el propio camino y su afán de superación y de esfuerzo que, añadido al contacto permanente con la naturaleza, y un sentido sencillo de la vida, hacían que las relaciones personales fueran frescas y leales, abiertas y solidarias. Y ello fue lo que nos ocurrió con Josephine que permitió que en pocas jornadas se pudiera componer una pareja de tres.
Y aprovechando estas líneas y a esta altura del relato no quisiera dejar de homenajear a un hombre recio, caminante y leal compañero de camino, con el que tuve la oportunidad de compartir su constante alegría y vitalidad en bastantes jornadas, de nombre Imanol Bolinaga. El que fuera alcalde de Bergara fue persona fraternal, leal, valiente y generosa a la que le rindo este pequeño homenaje.
Desayunamos a menos de un kilómetro del alberge, y a partir de dicho lugar comenzamos la subida del Alto del Padrún por una carretera muy poco concurrida. A partir de ahí y en un rápido descenso, acortando por una trocha, siempre siguiendo la flecha, llegamos al pueblo de Olloniego, desde donde se iniciaba una bonita subida hasta el alto de Picullanza. No se trataba, en ambos casos de alturas importantes, pero dado que se partía de cotas bastante bajas suponían desniveles entre 150 y 200metros. Desde dicho alto corto se nos hizo corto el trayecto hasta Oviedo y casi sin darnos cuenta nos encontrábamos en el “Monumento al Peregrino”, ya en la ciudad. De ahí y a través de su espléndido casco histórico accedimos a la Plaza de la Catedral, en donde finalizaba nuestra etapa. Pero no queríamos acabar, era muy repentino todo y necesitábamos continuar aún. Así que con los macutos a la espalda entramos a la catedral para visitarla y conseguir la acreditación de haber realizado “El Camino del Salvador”.
La catedral de Oviedo, de una sola torre, destaca en su interior por el magnífico retablo y su claustro. Hicimos un recorrido largo y solitario de la catedral, tal vez para reflexionar sobre lo
realizado y tras conseguir la credencial, “La Salvadorana” nos despedimos. Josephine al albergue de peregrinos donde iba a pasar la noche y Goyo y yo a un hotel, ya reservado con anterioridad. Teníamos una última cita con ella, sin embargo, a las 7 de la tarde en la Plaza de la Catedral. Si el inicio de este magnífico viaje lo habíamos realizado con una amiga de Goyo, Esther, nuestra magnífica anfitriona en León, el final lo haríamos con Marga, una gran amiga mía, residente en Avilés y que trabajaba en Oviedo. Era viernes y repuestos del esfuerzo del camino mediante una ducha gratificante quedamos con ella para comer. Fue para mí especialmente agradable encontrarme con Marga en una ciudad diferente a la que usualmente había sido nuestro lugar común. Degustamos el rico “cachopo”, manjar desconocido en mi caso, regado también con rica sidra. La sobremesa se hizo larga y en varios escenarios. Marga hacía tiempo para partir hacia Avilés, y nosotros esperábamos a que llegaran las siete en nuestra cita con Josephine. A pesar de ello Marga tuvo la oportunidad de conocerla, y también a nuestros compañeros Antonio, Jesús y Juan, sobre los que habíamos perdido su pista en Poladura y que habían llegado ese mismo día a Oviedo y con los que nos encontramos en la Plaza de la Catedral. Con lo que tras la llegada de Josephine se produjo una reunión, un “totum revolutun” curioso y singular, entre personas tan diversas.
Junto con Marga, la pareja de tres hicimos un recorrido tranquilo por esta preciosa urbe y tras retirarse mi gran amiga, camino de su villa de Avilés, nos pusimos a la tarea de encontrar una terraza donde tomar unas “tapas”, deseo y aspiración de nuestra compañera de viaje. En un bonito rincón nos asentarnos y en él transcurrieron los últimos momentos que compartimos, tomando vino y tapas y charlando de manera muy grata en ese lenguaje extraño que nos habíamos inventado y que nos servía para comunicarnos. Josephine, esa joven de 65 años nos dejó casi sin darnos cuenta, como un suspiro. Tras una breve despedida tomo la senda del albergue a sabiendas de que el día siguiente, era otro día en su andar cotidiano, en su continuo devenir a sabiendas de que lo que importaba era
el camino y no la meta. Nos dejó un imborrable recuerdo y la sensación de que es necesario siempre continuar, intentarlo, nunca derrotarse, en la idea de una continua superación personal y poder aspirar a una vida adecuada y libre y que nos aporte todo aquello que nos aliente a encontrar la felicidad. Y que como decía el poeta “Hoy es siempre todavía”. Pronto se hizo la noche y nos fuimos a dormir en confortables camas y en el caso de Goyo soportando un gran constipado o alergia que le provocaba importantes trastornos.
Epílogo
Era sábado por la mañana y era muy extraño no tener el macuto en algún trecho del camino. Nos levantamos despacio y recorrimos la ciudad en busca de un bar donde desayunar. Los comercios no habían levantado los cierres y la mayoría de los bares estaban cerrados, tal vez por la resaca de la noche del viernes.
Ambos teníamos la intención, no confesada hasta entonces, de llevar regalos y prebendas a nuestros seres más queridos, especialmente a nuestras mujeres, Paloma y Adriana, e hijos y en mi caso a mi nietecita Vega. En el mercado de Oviedo encontramos productos de la tierra, quesos, pates, sidra, además de carnes, pescados, verduras…. Algo adquirimos. Y una tienda de camisetas sirvió para complementar esos detalles que queríamos traer a nuestros hogares. Regresamos al hotel a coger los macutos, pero aún era pronto para dirigirnos a la estación de autobuses, y con ellos volvimos a la Plaza de la Catedral para sentarnos en uno de sus bancos y hacer tiempo, en un deporte, para mí siempre divertido y curioso, el de observar a la gente que transita. Aunque quiero pensar que había otra intención no explicitada como era la de mantener en el presente empero todo lo que habíamos vivido, ya perteneciente al pasado. Sentados en el banco aparecieron Jesús y Juan, ambos con bicicleta. Iban a continuar por el “camino primitivo” sin Antonio que había regresado a Madrid. Nos alegramos de verlos y pronto nos despedimos, ellos hacia el camino y nosotros hacia la estación de autobuses. El viaje en bus a Madrid se hizo tedioso, pero no muy largo. En la estación nos esperaban
nuestras mujeres a las que abrazamos. Era el final, el regreso a nuestra cotidianidad, un viaje diario al que es necesario acudir en cada jornada con dosis importantes de ilusión y esfuerzo.
Y no quiero finalizar este relato sin agradecer a mi amigo y compañero Goyo por su amistad,
lealtad y buen hacer en el camino y sobre todo y especialmente
por su capacidad de aguantar mis ronquidos.
Junio de2016
Juan Antonio Martínez
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