Ya lo vaticinó Antonio: “Al final terminareis echando a andar con frontales”. Se metían él y el resto de nuestros amigos con Manolo y conmigo porque durante el invierno y la primavera habíamos encadenado varios miércoles de salidas extra y en esos días adelantábamos la quedada a una hora tan temprana y tan inusual para nosotros como las siete de la mañana. “Los Niños del Miércoles” nos llamaban, y aprovechaban además para calificarnos de “jefes supremos de los desesperaos”, título con no poco alcance y significación si tenemos en cuenta el grado de desesperación que cunde en nuestro grupo. Suponemos que de nada serviría decirles que esta vez cuando nosotros dos llegamos a Cotos a las 3:30 nos llevamos la sorpresa de encontrar allí algunos otros coches aparcados, cosa que sin embargo no había ocurrido en nuestros anteriores aterrizajes de las 7:00 durante el invierno. A buen seguro eso quería decir que lo que estábamos haciendo no era tanta locura (... o cuando menos que no éramos los únicos locos afectados por el extraño virus).
Y en efecto media hora más tarde salíamos de dudas al conocer a los propietarios de los dos o tres vehículos allí estacionados. Nos cruzamos con ellos a la altura de la Fuente del Cedrón, yendo nosotros en dirección a la Laguna Grande y ellos de vuelta, nosotros con piolets a la espalda y ellos con ... ¡esquís y tablas de snow! ... ¡¡Definitivamente no somos los más locos de este manicomio!! Una sonrisa cómplice, un rápido saludo de quienes se reconocen mutuamente como integrantes de una misma secta secreta y misteriosa, y un breve intercambio de impresiones en el que nos confirman los datos básicos que nos interesa conocer y que a mi ya me había parecido comprobar en mi incursión de la noche anterior: que hay canales todavía enteras y que la nieve está en un punto perfecto de dureza.
Pero aunque el espíritu de su pronóstico fue acertado cuando dijo que acabaríamos saliendo en plena noche, en una cosa se equivocó Antonio y es que erró al ponerle letra a esa adivinación puesto que los frontales no llegamos a encenderlos (aunque sí los llevábamos puestos por un por si acaso). Habrá quien piense tal vez que hay que ser tonto para llevar el frontal en la cabeza apagado pudiendo valerse de su luz, como por ejemplo el único grupo que yo me crucé la noche anterior cuando volvía de la Laguna de los Pájaros, que tras llevarse un susto importante al percatarse de mi presencia cuando ya casi estaba encima de ellos (yo llevaba tiempo viéndoles venir a ellos precisamente por la luz de sus frontales) exclamaron después de habernos cruzado y cuando ya creían que yo no les oía: “¡Anda que ir por ahí a oscuras! ... ¡¡Hay gente para todo!!” Pues eso mismo pensamos nosotros pero a la inversa: “¡Anda que ir por aquí con la bombilla encendida pudiendo admirar el lugar con el simple resplandor de la noche!” Ese tenue brillo es algo excepcional que hay que saber apreciar y que le da al entorno un halo especial; es además algo que de alguna forma nos acerca a las sensaciones básicas y primarias de ese animal que afortunadamente nunca dejaremos de ser.
Por otra parte, ¿para qué elegir salir a andar una noche de luna llena (o casi llena) si es para alumbrarse con luz artificial? Siempre me han hecho mucha gracia esos excursionistas que organizan marchas nocturnas con luna y en las que van armados hasta los dientes con linternas, dinamos, frontales, ... Lo mismo les daría que haya luna o no la haya, que haya estrellas o deje de haberlas; una vez acomodado el ojo al haz de luz no verás más allá de los pocos metros donde alcance el led o la bombilla.
Allá cada cual con sus gustos y preferencias, nosotros desde luego tan ricamente con nuestra luz de luna. Ahora bien, las que es seguro que no se conforman con el simple resplandor de nuestro satélite son las cámaras de fotos, porque al contrario de lo que ocurre con nuestros ojos que se adaptan sin dificultad a la penumbra permitiéndonos ver a la perfección y apreciar incluso leves matices, por el contrario mirando a través del objetivo lo único que aparece en la pantalla es la negritud más absoluta. Eso nos obliga a apuntar a ciegas, lo cual no será impedimento para que tanto Manolo (que ha cambiado hoy la cámara de vídeo por la de fotos) como yo terminemos haciendo a lo largo de la noche infinidad de disparos.
Entre foto y foto vamos encadenando etapas, de forma que de la Hoya de la Laguna Grande pasamos a la de Pepe Hernando y de esta a Cinco Lagunas. Me consta que mi compañero es poco amigo de las aproximaciones, pero apostaría a que esta vez es distinto. Y son varios los alicientes que hacen esta incursión diferente a otras: no sólo el propio embrujo de la noche, también el hecho de que esa misma nocturnidad nos convierta en exclusivos agraciados de un lugar que a cualquier otra hora del día anda siempre sobrado de visitantes; además de que evidentemente cambiamos los calores y el sol justiciero propios de cualquier día de finales del mes de junio por el frescor y la suave brisa de la madrugada; todo ello por no mencionar la promesa de una trepada en nieve en toda regla en fechas tan atípicas como estas. Aparte de todo eso al menos por lo que a mi respecta la noche tiene otro interés añadido, y es el de poder ver a los esquivos sapos y ranas que a estas horas salen de sus escondrijos para darse sus pequeños garbeos, así como escuchar las ruidosas serenatas que se traen estos simpáticos anfibios y que resuenan entre las altas paredes del circo.
Cuando llegamos al pie de la canal sin embargo hasta las ranas han enmudecido; hay un silencio sepulcral, y si se presta un poco de atención es fácil reconocer que se trata del silencio que precede siempre a los grandes acontecimientos. Rodeados de ese sigilo y con la luna como único testigo comenzamos a engalanarnos para la justa, y lo hacemos manteniendo esa misma solemnidad que la situación demanda. Nos movemos con lentitud, enmudecidos nosotros mismos, como tratando de no romper el encantamiento que nos envuelve y probablemente impresionados por estar preparándonos para el asalto en unas condiciones como nunca antes habíamos vivido. Cuando por fin dejamos de estar ensimismados en nosotros mismos y en nuestros preparativos levantamos la vista y se nos dibuja una sonrisa al encontrarnos frente a una figura que asemeja más la de un minero que la de un alpinista: el casco, el frontal (aunque todavía y siempre apagado), los piolets en las manos y esa oscuridad envolviéndonos contribuyen a que el aspecto de quien tenemos delante (y por deducción el nuestro propio) sea el de un picador a punto de arrancar de la tierra una veta de carbón a golpe de pico y pala.
Ese momento de distensión hace que el ambiente se relaje y lo que hasta ahí ha sido pura concentración y recogimiento interior se transforme en un segundo en un sentimiento expansivo que nos predispone para el gran gozo que va a suponer lo que estamos a punto de iniciar.
A partir de ahí creo que perdimos incluso la noción del tiempo y de lo que hicimos; sólo sé que nos íbamos turnando de abanderados, cediéndonos mutuamente el honor de encabezar algo que era del todo inigualable. Nos fotografiamos el uno al otro infinidad de veces a lo largo de la ascensión: empezamos en plena oscuridad, teniendo que encender a veces la bombilla que llevamos sobre el casco (y esos sí fueron los únicos momentos en que tiramos de frontales) para ayudar a nuestras cámaras a localizar el objetivo y enfocarle, seguimos con la luna menguante a nuestras espaldas como telón de fondo, luego vinieron los retratos con la superficie del hielo empezando a dorarse con las primeras luces del amanecer , y por último nos inmortalizamos con los rayos del sol despuntando ya por el horizonte. Sólo esos cambios de luz y de paisaje en ese entorno irreal nos daban una cierta noción del paso del tiempo; sólo el progresivo clarear del cielo nos anunciaba que estábamos recibiendo un nuevo día donde nunca antes nos habían encontrado esas horas tan tempranas. Y precisamente por la hora que marcaba el reloj nos resultaba más fácil pensar que en realidad estábamos dormidos y lo que estábamos viviendo era un sueño que creernos de verdad que nos encontrábamos culminando la ascensión de esa joya bajo el despuntar del sol.
Habíamos previsto que el amanecer nos pillase ya en la cima, pero un error de cálculo (o el habernos entretenido más de la cuenta en el disfrute de la trepada) hizo que al final hubiésemos pasado de la noche cerrada al brillante amanecer a lo largo de la propia subida del corredor, contribuyendo todo ello a que el desarrollo de los acontecimientos nos resultase todavía más maravilloso de lo que nosotros mismos habíamos planeado.
Y en medio de semejante festín para los sentidos, ¿hubo alguna dificultad técnica digna de destacar? ... Pues sinceramente no sabría decirlo. Supongo que no, cuando lo cierto es que nos pasamos ese tiempo al completo retratándonos en todas las poses imaginables y con cuantos encuadres se nos ocurrieron. Sólo recuerdo, eso sí, un par de instantes que requirieron algo más de cuidado y que no hicieron sino contribuir a incrementar la profunda huella que nos dejó el resultado final de la jornada. El primero de esos pasos desbordantes de emoción se nos presenta al atravesar el punto más estrecho del tubo. La canal tiene continuidad de principio a fin pero en ese cuello de botella su superficie ha quedado reducida a un endeble puente de nieve, una pasarela hueca sustentada prácticamente sobre nada y socavada a ambos lados por profundas caídas abiertas junto a las paredes de roca entre las que se encañona. Hubo que apearse ahí momentáneamente de la nube en la que estábamos flotando y prestar mucha atención a lo que hacíamos. Crucé por encima de la delgada estructura, asegurado desde atrás por Manolo y con la sensación increíble de estar esforzándome por intentar levitar sobre una superficie que a todas luces era incapaz de soportar mi peso. Lo aguantó sin embargo y soportó también el de Manolo, que cruzó a continuación asegurado ahora por mi desde arriba y probablemente con la misma sensación de irrealidad que yo había experimentado. Podríamos pensar que la licencia literaria me hace adornar ese cruce con más tensión de la que de verdad tuvo, que las emociones del momento nos nublaron los sentidos y nos hicieron percibir ese paso como más endeble de lo que en realidad era ... pero dos noches más tarde, cuando el veneno todavía fresco inoculado por esta trepada me hizo volver al mismo lugar para hacer en solitario una subida nocturna por la Pared Negra de Claveles, pude comprobar asombrado que toda esa pasarela de cristal sobre la que 48 horas antes nosotros cruzamos se había desmoronado por completo y había dejado la Sudeste de Peñalara partida en dos. Así pues habíamos completado la vía in extremis, justo antes de que quedase imposibilitado su trazado íntegro, y yo creo que lo habíamos logrado gracias a que el estado de gracia que vivíamos nos hizo flotar sobre el hielo más que pisarlo ... De otra forma no se explica que lográsemos aquel cruce sin hundirnos en las profundidades.
Después de eso volvimos a perdernos en fotos y ensoñaciones hasta que llegamos a la salida en la parte superior. Allí se hizo necesario de nuevo aterrizar durante algunos minutos y apearnos de nuestra situación de embriaguez y sonrisa bobalicona para salvar sin incidentes la parte más pendiente. Lo que ocurre es que cuando quisimos poner los pies en el suelo entraron de pronto en oblicuo los rayos de sol y nos encontramos caminando sobre ellos, sin conseguir deshacernos del todo de nuestra condición de fumetas colocados ni enterarnos muy bien de cómo liquidamos ese trámite final.
Después de aquello se nos acabó, para gran disgusto de ambos (Tanto es así que como ya dije antes yo no fui capaz de asumir el trauma y volví a repetir un par de noches más tarde). Nos sentamos entonces en el vértice, sobre el cual prácticamente habíamos ido a desembocar. Nos desembarazamos de la vestimenta y los accesorios de escalada y desde allá arriba contemplamos cómo el sol, todavía muy bajo, iba lentamente elevándose. Bañados por esa luz nos disponíamos a desayunar sin perder detalle de cuanto teníamos al alcance de la vista cuando un rebaño de cabras monteses vino a poner el único detalle que hubiera podido faltar, plantándose un gran macho erguido ante nosotros ... Definitivamente íbamos a tener que pellizcarnos para despertar de algo que sólo podía ser el mejor de nuestros sueños.
Esta marcha se hizo el día 26 de junio de 2013. En ella participaron los siguientes miembros del grupo de montaña Alevines Intrépidos: Manolo y Miguel.
Miguel Marco Mommens – 26 de noviembre de 2013
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