El día es perfecto: sopla viento, pero no exagerado; hace frío, pero no excesivo; hay nubes, pero no demasiadas… ¿O tal vez es que después de habérnoslas visto tan negras durante tanto tiempo hemos llegado a un punto en que nos conformamos con cualquier cosa que no sea el puro infierno? El caso es que allí estamos Manolo y yo a las 8:15 en el aparcamiento de La Barranca, y a nosotros desde luego tener una velocidad del aire que no nos tumba de espaldas, una temperatura que no nos convierte en estatuas de hielo y una niebla que nos permite ver más allá de nuestras narices nos parece todo un lujo. Así de animosos nos echamos al camino y enfilamos la pista forestal que se adentra en el Valle de la Barranca.
Todo parece querer contribuir a la alegría del día, y por si hubiese pocos motivos para sentirnos contentos otro más viene a sumarse a la fiesta de levantarnos el espíritu: el aguacero caído durante la madrugada y el continuo y abundante deshielo han convertido el monte en una sinfonía de agua. La tierra, empapada por un volumen de lluvias como no se recordaba, no es capaz de absorber ya ni una gota más y el agua corre desbocada hasta por el más mínimo resquicio, formando arroyos y torrenteras donde nunca antes los hubo. Los dos embalses están a rebosar, soltando agua a espuertas, el río baja crecido y embravecido como muy pocas veces lo hemos visto, los senderos se han convertido en regueros improvisados, y allá donde ponemos el pie chapoteamos sin remedio. Nuestras botas de montaña nos hacen buen papel, aunque tal como están las cosas resultaría un atuendo más apropiado ir enfundados en goma impermeable hasta la cintura como pescadores. Pero a pesar de todo, acostumbrados como estamos en este país a la “pertinaz sequía”, el correr del agua resulta la canción más dulce para los oídos y el cuadro más agradable y relajante para la vista.
No todo es tampoco de color de rosa. La nota discordante esta vez la ponemos nosotros mismos, porque hace menos de 48 horas que también Manolo y yo nos marcamos una subida a dúo en Dos Hermanas y ninguno de los dos nos hemos recuperado del todo. Ahí vamos, cada cual con sus achaques: que si a mí los gemelos me dan guerra, pues yo tengo la cadera descoyuntada de bregar en aquella nieve tan profunda, me río yo de tu cadera tal como tengo mi rodilla, y yo arrastro estos músculos sobrecargados, y yo más, no, yo más. Pero eso no quita. No quita para que no perdamos detalle de la fantástica sinfonía del agua. No quita para que nos metiéramos de cabeza en otra igual dentro de otras 48 horas si pudiésemos hacerlo (todavía más machacados que hoy, seguro, pero entonando alegres el consabido eslogan de “jodidos pero contentos”). Y no quita para que vayamos maquinando nuestros planes para esta mañana, cada uno en silencio, cada cual concentrado en sus propios pensamientos.
Aunque lo cierto es que hoy no habrá sorpresas: los dos hemos sido sinceros el uno con el otro y hemos sido muy claros, y además ha resultado que ambos coincidimos en nuestras intenciones; ¿qué más se puede pedir? El centro de nuestra diana lo hemos puesto en las Peñas de la Barranca, sólo que en vez de repetir el lado occidental, que es el que más hemos frecuentado últimamente, decidimos volver a nuestros orígenes en esta zona y hacer una incursión a las canales orientales. Estamos tan en sintonía el uno con el otro que hablamos incluso en el mismo idioma: “¿Qué te parece 130 combinada en su salida quizá con 128 ó 129?” “¡¡Genial!!; eso mismo estaba pensando yo”. En realidad con eso que parece un raro código secreto nos estamos refiriendo ni más ni menos que a la numeración de canales que aparece en un librito recientemente adquirido y que hemos comenzado a explotar: “Guadarrama. Iniciación al alpinismo invernal”, la mayoría de cuyas propuestas las conocemos de sobra o incluso ya las hemos hecho pero que incluye algunas variantes interesantes que valdrá la pena explorar. Y algunas de esas variantes se extienden precisamente hoy ante nuestros ojos.
Al poco de estar en marcha ya ninguno nos acordamos de nuestros dolores, cansancios y molestias (o nos acordamos menos) sino que sólo hay sitio en nuestros pensamientos para palas de nieve, empinados estrechamientos cubiertos de hielo, pasos sobre roca, piolets, crampones, seguros, ...
En la Fuente de la Campanilla se termina el paseo y empieza la verdadera aproximación. Allí toca parada obligada y Manolo se rompe la cabeza para conseguir una toma de vídeo que sea distinta a las que ha hecho en este mismo lugar en nuestras incontables escalas anteriores. ¡Sorprendentemente lo consigue!
Luego otro trecho más siguiendo la PR en dirección al Collado del Piornal hasta que llega el momento de cruzar al lado contrario del arroyo. Claro que eso es algo que hoy resulta mucho más fácil decir que hacer. Lo que otras veces hemos atravesado de una pequeña zancada necesita ahora un detenido análisis previo para decidir el punto más adecuado para el vadeo y la forma de hacerlo. No salimos del todo mal parados a pesar de la anchura y turbulencia de las aguas, y una vez en la otra orilla llega el momento de encarar de verdad la cuesta arriba.
No nos podemos quejar porque para esa subida nos dan a elegir: pedrera o pedrera cubierta de nieve. He dicho que nos daban a elegir, no que las alternativas que nos ofrecían nos fuesen a gustar. La parte de la ladera que sube hacia las canales occidentales tiene la pedrera desnuda (eso sí, la piedra resbala como si pisásemos sobre pastillas de jabón), mientras que la mitad que enfila hacia las canales orientales tiene el cantizal tapizado de blanco; y entre caminar sobre una traicionera capa de nieve bajo la que se ocultan peligrosos agujeros o dejarnos los dientes deslizando sobre escurridizos bloques optamos por esto último. Es lo bueno que tiene el masoquismo, que cada cual tiene la capacidad de elegir sus propios suplicios.
Con mucho tiento vamos remontando el canchal y derivando poco a poco hacia la derecha. No sé si Manolo se llevaría algún porrazo en el inevitable patinaje sobre la piedra húmeda, porque esos percances los sufre uno en silencio –como las hemorroides- y sin que los demás se tengan por qué enterar; por mi parte, ahora que estamos recapitulando a toro pasado y que estas cosas ya se pueden contar, confesaré que la travesía la saldé con un único golpe, pero para ser uno solo quedé bien servido porque el topetazo en la espinilla me hizo ahogar un profundo grito de dolor y me dejó para unos cuantos días un imborrable recuerdo en forma de considerable moratón.
Y de repente ahí estamos, en todo el arranque de la canal. Ante nosotros se abre un paso entre dos grandes peñascos y a partir de allí nos aguarda el misterio y lo desconocido. Nos acercamos hasta la mismísima puerta de entrada y justo antes de acceder a la fiesta paramos a vestirnos de gala. Queremos sacarle al lugar todo el provecho posible y para eso no nos van a sobrar crampones ni piolet, y probablemente tampoco la cuerda, el arnés ni sus accesorios.
Los dos o tres primeros largos son de puro disfrute. Un sitio grandioso con unos corredores de nieve ideales puestos allí para nuestro deleite. Nos vamos turnando en cabeza cediéndonos el protagonismo de cara a la galería: “Déjame todo el largo de la cuerda y luego desde arriba te grabo”; “Ahora sube tú y te grabo yo a ti”. Después de jugar un rato a ese juego nos empezamos a cansar de hacer posados y el cuerpo nos pide pasar a mayores dificultades. Se nos van los ojos hacia los laterales, donde la ancha pala de nieve da paso a inciertos recorridos entre riscos y espolones, y en los que los rastros de nieve se encajonan y viran sin que sepas lo que vas a encontrarte a la vuelta de la esquina. Aquí un estrecho cruce sobre el borde de una rimaya, allá un pequeño paso de mixto, y queda demostrado una vez más lo poco que es necesario para hacernos felices.
Después de esas cabriolas terminamos desembocando de nuevo en la ancha canal principal, la 130 que comentábamos antes (canal con 135 metros de longitud y 50º de inclinación máxima). Parecía que allí iban a terminar nuestras peripecias pero es entonces cuando Manolo me arroja el guante y yo no dudo en aceptar el desafío. Cruzamos la canal de lado a lado y nos adentramos en un corredor que da acceso a las dos variantes algo más complicadas de salida: 128 y 129. De ellas decía nuestro librito que nos encontraríamos con algún resalte rocoso que obligaría a realizar aseguramientos en roca y hielo. No sé si hace falta aclarar que Manolo se decanta por la más complicada de las dos, la 128.
Llegamos allí donde el tobogán de nieve se termina y buscamos un lugar en el peñasco vecino donde introducir un fisurero con su correspondiente cinta exprés. Con sólo esa delgada sujeción a tierra firme y sin encomendarse a dios ni al diablo Manolo empieza a encajar puntas metálicas de crampones y piolets sobre la roca, conmigo por detrás firmemente anclado en la nieve y manteniéndole tenso el cordón umbilical. “Atento Miguel que aquí me puedo ir”. No hace falta que me lo diga porque ni por un momento le aflojo la tensión, no sólo en esas transiciones más apuradas sino tampoco en ningún otro instante. Casi se puede notar la adrenalina fluyendo a borbotones, y con esa inyección extra de energía y coraje va encadenando Manolo movimientos que le plantan por encima del escalón. ¡Es increíble la forma en que las puntas metálicas bien utilizadas funcionan sobre la roca desnuda!
Desde arriba mi compañero monta una reunión, yo recojo el seguro que habíamos puesto abajo y me dispongo a seguir sus pasos. Y si vérselo hacer a otro parece difícil intentar hacerlo uno mismo lo es más todavía. ¡¿Dónde leches está ese peldaño que parecía tan evidente y que ahora por más que tanteas con el crampón no das con él?! ¡¿Y cómo es posible que ni un solo resquicio ni saliente en la roca se ponga a tiro de la punta de los piolets?! ¡¿Y quién entiende que lo que eran sólo unos pocos metros de roca se alarguen y se alarguen hasta el punto de parecer que no tienen fin?! Aun así, pese a tanto signo de interrogación y de admiración, lo que hace sólo un momento parecía “misión imposible” terminamos transformándolo en “quiero más y más, y más y más”.
Mientras estábamos pendientes de un hilo (nunca mejor dicho) nos vimos obligados a hacer un paréntesis en fotos y vídeo. Puesto que teníamos las manos ocupadas en cosas más importantes (básicamente mantener firmemente sujeta la vida y la integridad física del compañero) ni yo pude retratar a Manolo desde abajo en plena faena ni él me pudo filmar a mí desde arriba disfrutando a tope gracias a la seguridad que me brindaba la cuerda. Eso nos privaba de lo mejor de la mañana en imágenes para el recuerdo; pero en cuanto me veo fuera de lo más crudo del atolladero y Manolo me tiene a la vista desde la reunión me pregunta: “¿Estás ya ahí seguro y afianzado? Pues aguanta que te suelto y me voy a desquitar”. Y yo saco pecho y me hincho como un pavo encantado de verme retratado en semejante lugar, a punto de reventar de orgullo y chulería.
Cuando ya estamos empachados de cámara y la cosa no da más de sí decidimos que hay un último gesto que tenemos que hacer: sacamos el móvil de la mochila, tiramos con él un par de fotos… ¡y las enviamos por Whatsapp a nuestros amigos! Ahora sí que el trabajo está completo y terminado y podemos enfilar la suave pendiente de nieve que nos depositará en la cima.
Allí nos desnudamos (metafóricamente hablando, se entiende, puesto que de lo que nos despojamos es de todo el equipo y accesorios). Inspiramos profundamente para llenarnos bien los pulmones de ese aire especial que nosotros mismos hemos contribuido a crear y que flota todavía en el ambiente, y con ese oxígeno único fluyendo a borbotones por nuestras venas nos precipitamos por la ladera nevada en busca otra vez del bosque rebosante de agua. Mientras bajamos comento: “Manolo, ésta la escribo”. He cumplido.
Esta marcha se hizo el día 30 de marzo de 2013. En ella participaron los siguientes miembros del grupo de montaña Alevines Intrépidos: Manolo y Miguel.
Miguel Marco Mommens – 13 de abril de 2013
|