Ligarse una tía buena está bien, pero si luego no lo cuentas es como que falta algo. Con ese argumento intenta Manolo convencerme de que debería escribir el relato de esta ruta mientras estamos todavía cuchillar arriba cuchillar abajo, sin darse cuenta de que en realidad no necesito que nadie me anime puesto que estoy más que decidido a hacerlo. Porque durante dos días de julio hemos tenido una tórrida aventura con la más despampanante de las amantes y ahora como bien dice Manolo siento la necesidad de que todo el vecindario se entere de nuestra conquista. Así que cual portera chismosa pienso largar el affaire de principio a fin, con toda clase de pelos y señales y sin reparar en detalles escabrosos.
Todo empezó cuando el último sábado de junio, estando Manolo y yo trepando a solas a la Najarra, le confesé mis intenciones de ir a vivaquear a Gredos y le hice algunas preguntas sobre ese tema del vivac que él conoce tan bien. ¿O tal vez la cosa empezó cuando me contestó, sin poder controlar sus secreciones salivares, que no necesitaría repetírselo dos veces para que él se apuntase de cabeza a ese plan? Porque, ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? Ya fuese el huevo de mi propuesta inicial o la gallina de las ganas con que acogió Manolo esa idea, la cuestión es que para cuando llegamos a los coches un rato más tarde ya estaba decidido que cinco días más tarde nos internaríamos en Gredos con los sacos de dormir a cuestas.
No era mucho el margen que quedaba hasta la fecha fijada pero tampoco eran grandes los preparativos que había que hacer: básicamente comprobar la previsión del tiempo para asegurarnos cielos estables y en calma, cuestión fundamental cuando se va a pasar la noche al raso, y terminar de perfilar el recorrido. Para lo primero nos planteamos esperar hasta el último momento, ya que siempre las predicciones son más fiables cuanto más a corto plazo; y en cuanto al itinerario una baza jugó a nuestro favor, y es que tanto de las referencias que pudimos encontrar en internet como de la consulta directa a los encargados del Refugio Elola llegamos a la conclusión de que el nevero del Gargantón presentaba todavía a esas alturas serias dificultades de paso, por lo que plantearse la entrada por esa canal hubiese implicado tener que cargar con crampones y piolet para una travesía sobre nieve de unas pocas decenas de metros. Así pues mi proyecto inicial de ataque a la Galana por el Gargantón y retirada por la Canal de los Geógrafos lo rediseñó Manolo con entrada por esta última, travesía posterior desde la Galana al Almanzor bajo el Cuchillar de Ballesteros y salida por la Portilla del Crampón hacia el Elola. En esa etapa de simple esbozo de la ruta no éramos conscientes de hasta qué punto sería acertada nuestra decisión, pero lo cierto es que la tía que estábamos a punto de ligarnos se estaba poniendo buenísima por momentos.
El día previo a la partida, una vez confirmada climatología y recorrido, ya sólo quedaba preparar el equipaje y compartir las consignas finales, que no son otras que tomarnos las cosas con toda la calma que haga falta puesto que vamos a ir sobrados de tiempo, por lo que podremos recrearnos a placer en fotos y vídeo. A priori no nos imponemos nada … Tampoco descartamos nada.
Y a pesar de tantas facilidades el hecho es que tengo que reconocer que desde varios días antes los nervios me tienen atenazado. Tal vez en ello pueda influir en cierta medida mi única experiencia hasta ahora en eso de encadenar varias jornadas seguidas en el monte, así que abro aquí un breve paréntesis para poner en antecedentes a la concurrencia: Navacerrada, una fecha indeterminada hace ya muchos años (¿25, 30?), tres amiguetes que rondarían por entonces la quincena hacen planes para pasar una semana de travesía; el padre de uno de ellos les da cuatro indicaciones generales y les entrega un mapa del Servicio Geográfico del Ejército. A pesar del mapa y de las indicaciones lo más probable es que ya el primer día nos desviásemos del itinerario marcado, y la Cuerda Larga vaya usted a saber en qué se convirtió más allá de Asómate de Hoyos. Los siguientes días seguimos dando tumbos, más tiempo perdidos que encontrados; bajamos al Valle del Lozoya, en algún momento fuimos a parar al pueblo de Rascafría, más tarde llegamos a hacer noche en el Puerto de Cotos y de alguna forma terminamos recalando en Cercedilla, desde donde conseguimos por fin regresar a Navacerrada desprendiendo un insoportable olor a oso (según palabras textuales de los caritativos vecinos que nos recogieron en coche a unos centenares de metros de nuestra urbanización). En ese tiempo habíamos vivido mil anécdotas, y aunque a esas edades uno lo encuentra casi todo emocionante y divertido lo cierto es que pasamos más calamidades y penurias que momentos de gloria. Así que esos eran los antecedentes con los que yo me embarcaba hacia Gredos un cuarto de siglo más tarde; quizá ahora algunos puedan entender mejor mis reparos y mis inquietudes.
Aparte de ese equipaje emocional, el otro equipaje con el que cargamos, el que lastra nuestras espaldas como si llevásemos a cuestas un muerto, son unos macutos de considerables proporciones que rondan los 15 kilos según comprobación hecha por Manolo la misma mañana de nuestra salida. Sin embargo en el aparcamiento de la Plataforma los aligeramos un poco porque en el último momento decidimos prescindir de cuerda, arnés, mosquetones y demás parafernalia complementaria. En principio lo habíamos echado por si en algún paso un poco aéreo “nos daba la risa”, como le gusta decir a Manolo, pero llegado el caso seguro que nos hacen apaño algunos metros de cinta que pesan sólo unos pocos gramos y abultan menos todavía; así que ante tan poderosas razones resulta difícil resistirse y nuestras espaldas imponen con facilidad su criterio. De todo el resto no hay nada más que sea prescindible: comida, agua, saco de dormir, colchoneta, frontal, algo de ropa de abrigo y de recambio, y poco más. ¿Puede llegar a pesar todo eso casi quince kilos? … Pues parece ser que sí.
Es la una y media de la tarde cuando empezamos nuestra andadura. La primera etapa hasta el Elola no tiene mayor historia: fieles a nuestra palabra nos lo tomamos muy relajadamente y aun así nos plantamos en el refugio en poco más de dos horas. En ese tiempo hemos cruzado el Prado de las Pozas y hemos salvado los Barrerones, un camino que conocemos bien y que hemos hecho muchas veces pero que hoy sin embargo vemos con ojos diferentes. En primer lugar porque los Barrerones no nos suponen esa losa mental de saber que tendremos que volver a atravesarlos unas horas más tarde con una considerable paliza a cuestas; y por otra parte porque cuando doblamos la esquina y se abre ante nosotros el Circo de Gredos … ¡madre mía, qué sensación pensar que nos proponemos alcanzar sus dos puntas más prominentes! Ambas cimas se destacan sobre el perfil dentado de la cordillera y Manolo aprovecha para hacer una toma de vídeo señalándolas a las dos con cada uno de sus bastones. ¡¡Qué subidón!! Además tenemos que aprovechar el momento para recrearnos, porque éstas no son de esas cimas que tienes a la vista durante toda la ascensión sino que juegan contigo al escondite: las vimos muy lejanas cuando veníamos por la carretera, tanto que nos parecía casi imposible pensar que pudiéramos llegar hasta ellas; luego desaparecieron y no volvieron a dejarse ver hasta que llegamos a este incomparable mirador instalado sobre los Barrerones; poco después, a medida que nos adentremos en la hoya, se volverán a ocultar y no reaparecerán hasta que lleguemos por la tarde a la zona donde vamos a vivaquear; y por último jugarán de nuevo a camuflarse durante los últimos compases de nuestra subida, la una detrás de su Muesca y el otro tras el Cuchillar de Ballesteros, y no se quitarán el velo casi hasta que no estemos pisando sus mismísimas cúspides. Galana y Almanzor, Almanzor y Galana; venden caras sus pieles a todo el que pretende cazarlos.
Aparte de eso (es decir, el camino de siempre pero hecho como nunca), lo más destacable es la temperatura. Una delicia, oiga; y además una riquísima brisa incorporada que hace que queden muy lejos esas otras incursiones que hemos vivido a veces en Gredos y en las que nos hemos cocido bajo un sol implacable.
Todo marcha de momento a las mil maravillas y después de hacer junto al Elola nuestra primera comida (y de habernos liberado con ello de una pequeña parte de nuestra carga, aunque recuperada con creces con el acopio de líquido que hacemos), ponemos en marcha el detector de rumbos para localizar la subida hacia el Ameal de Pablo a través de la Canal de los Geógrafos. Durante las siguientes dos horas ganamos 500 metros de altitud, que vienen a sumarse a los 400 que remontamos desde la Plataforma hasta los Barrerones. Metro a metro, piedra a piedra, nos adentramos en la canal y vamos viendo el Ameal cada vez más cerca, hasta que desembocamos en una planicie que lo bordea y que tras rodear su base comenzaría a descender por el lado contrario hacia el Gargantón. Ya está, hemos llegado … Bueno, hemos llegado a donde teníamos que llegar hoy: “Hotel Ameal”.
Si este alojamiento tuviera algo parecido a una campaña publicitaria diría algo así: “Emplazado en plana naturaleza, fantásticas vistas, amplias suites, relax y tranquilidad garantizados. ¡Un lujo al alcance de su bolsillo!” Lo que no dirían es que el servicio de habitaciones brilla por su ausencia, y que aunque les hubiese sobrado sitio para poder instalar camas “King Size” te tienes que conformar con el modesto y estrecho saco que tú traigas. Pero con todo y con eso, y a pesar también de la incomodidad que iremos descubriendo –y sufriendo- durante las horas de sueño (por llamarlas de alguna forma), es este uno de los hoteles más maravillosos y con más encanto en los que yo nunca haya dormido (¡y he conocido unos cuantos repartidos por el mundo!)
Son poco más de las seis de la tarde y después de haber dejado nuestros bártulos dentro del corralito de piedras que nos servirá de habitación nos hemos puesto a ir de un lado a otro y a hacer fotos y tomas de vídeo como locos. Ya lo he dicho: el sitio es inmejorable. Tres imponentes picos custodiarán nuestros sueños: el Ameal, ahí mismo, sobre nuestras cabezas; la Galana, tan a tiro de piedra que podríamos conquistarla mañana a primera hora en pijama, bata y pantuflas si esto fuese de verdad un hotel con todas las comodidades; y el Almanzor, asomando su casquete superior por encima del Cuchillar de Ballesteros, el cual visto desde aquí se diría que hace una especie de panza. Más a lo lejos, cerrando el horizonte, el Morezón, los Hermanitos, el Perro que Fuma, el Casquerazo. A nuestros pies una deliciosa laguna y tapizando nuestros lujosos aposentos y sus alrededores una tupida alfombra de verde hierba; todo ello constituye un auténtico espejismo en mitad de este inmenso reino de roca, roca y más roca.
Es pronto, y aunque es verano y anochece tarde aquí estamos tan encajonados entre picos y cuchillares que pronto se nos echan las sombras encima. La temperatura baja rápidamente y no tardamos en tener que recurrir a nuestros forros polares, pero una vez abrigados los continuos cambios de luz nos invitan a seguir haciendo fotos. En la distancia vemos el amplio llano castellano iluminado todavía por la luz del sol, a pesar de que nosotros hace rato que estamos ya en penumbra. El termómetro sigue cayendo, con pronóstico de que rondemos en la madrugada los 0ºC y con sensación térmica de algún grado bajo cero, así que el cuerpo empieza a pedirnos a gritos cena y saco.
- Manolo, enciende la tele mientras cenamos a ver si ponen algo.
- Mira, se coge aquí la 2 y están poniendo uno de esos documentales de animales. De cabras monteses es el de hoy.
- ¡¡Fíjate esa qué cerca de la cámara!! Si no fuese porque está en la pantalla casi parecería que la podemos tocar. Qué gracia, si hasta parece que nos hubiese oído hablar y que se hubiera quedado petrificada porque no esperaba encontrar a nadie junto a la laguna a la que viene a abrevarse.
- Qué maravilla de documental. Y mira ahora todas las que bajan desde allí arriba en el collado. Si hasta se oyen las piedras que van desprendiendo en su bajada.
- Hay que ver todas las que están cruzando por el collado desde el otro lado hacia este. Son montones, no paran de pasar rebaños. Debe ser una especie de paso natural y ellas probablemente harán cada día ese mismo recorrido.
- Y curiosamente muchas de ellas son machos con enormes cuernas. ¡¡Hala, hala, has visto a esos dos cómo se erguían sobre sus patas traseras y chocaban sus cuernas!!
- ¡Y cómo ha resonado! … ¿Te imaginas poder estar allí para verlo y oírlo en vivo y en directo?
- Pues menudo pastón debe costar un viaje así. Es algo tan alucinante que seguro que sólo está al alcance de unos pocos privilegiados. Fíjate, si no hacen más que medirse unos machos contra otros y retumban los choques de sus cuernos entre las paredes del circo.
- Es alucinante. Nunca había escuchado un sonido igual. Esta tele es muy buena, ¿eh?
Pues sí, señores, estamos metidos de lleno en mitad de lo que bien hubiera podido ser un documental. Y mientras parte de esos rebaños siguen su camino a través del Gargantón, sin dejar en todo momento los machos de entrechocar sus cornamentas con fuertes estallidos que suben hasta nuestros oídos encajonados entre las altas paredes, otra parte se queda pastando a nuestro alrededor.
A todos les causa al principio cierta extrañeza encontrarse allí con dos tipos que en nada se parecen (bueno, en casi nada) a una cabra, pero no tardan en ignorarnos y dejar encargado a uno de ellos, con aspecto de veterano y con una frondosa cresta de blancas canas a lo largo de su lomo, que se ocupe de nuestra vigilancia. El guardián, al que bautizamos como “El Chivato” (enseguida sabréis por qué), no nos quita ojo, y al más mínimo movimiento extraño por nuestra parte da un fuerte silbido que pone en guardia a todos sus compañeros. Después de un rato de tenernos intimidados a base de silbidos y resoplidos comenzamos a darnos cuenta de que el movimiento que menos gracia le hace a nuestro amigo Chivato es que levantemos el brazo para señalar, con lo cual eliminado del repertorio el brazo en alto la relación con nuestro vigilante se suaviza y llegamos a un entendimiento más o menos cordial que nos permite disfrutar y grabar a discreción. En la quietud y el silencio la única banda sonora la ponen las propias cabras arrancando el pasto a dentelladas. Tan ensimismados estamos con lo que tenemos delante que ni nos hemos dado cuenta de que un grupito de jóvenes curiosos se han acercado por detrás a investigarnos, y en el momento en que de pronto se ven descubiertos por nuestra mirada salen corriendo como alma que lleva el diablo mientras silban y bufan como locos sin que ni siquiera el Chivato les haga mucho caso.
La penumbra se ha ido adueñando del lugar, aunque existe claridad suficiente como para no tener que recurrir a frontales ni otros adelantos tecnológicos que por otra parte aquí estarían totalmente fuera de lugar. Frente a nosotros el Cuchillar de Cerraillos se mantiene sorprendentemente resplandeciente, alumbrado por una extraña luz que es imposible saber de dónde viene; se asemeja a algunos de esos monumentos que en las ciudades quedan iluminados con focos durante la noche. En cuanto al techo que tenemos sobre nuestras cabezas, es una lámina azul oscuro que se va adornando progresivamente con infinidad de puntos de luz (bueno, vale, ese que se mueve y parpadea no es un estrella, es un avión).
No nos cansamos de recrearnos en todo lo que nos rodea, pero es tarde y han sido muchas emociones así que nos arrebujamos poco a poco en nuestros sacos arrullados todavía por el ir y venir de nuestras compañeras y el tronar de sus testarazos.
El sitio no es cómodo, ya lo dije antes, y mientras doy vueltas y más vueltas tratando de encontrar una postura que me ayude a conciliar el sueño me doy cuenta de una cosa:
- Manolo, que te has dejado la tele encendida. Has debido quedarte dormido viendo el documental de antes porque hay mucha luz en la habitación
- ¡Qué tele ni qué luz! Esa claridad es porque hoy hay luna llena y acaba de salir. A ver si te enteras de una vez de que estamos en pleno Gredos y dejas de meter en el relato más morcillas de teles y de leches.
Así es. Una preciosa, blanca y luminosa luna llena acaba de hacer su aparición tras la enorme silueta del Ameal. Tanta claridad resta un poco de lustre a las estrellas pero a cambio nos ofrece un espectáculo increíble, lo tiñe todo de un brillo plateado y crea una atmósfera mágica. Ante semejante exhibición resulta imposible dormirse.
Una hora después sigo exactamente igual: resulta imposible dormirse aunque quisiese hacerlo. No encuentro la postura, el saco resulta angustiosamente estrecho, cuesta un triunfo girarse dentro de él y de tanto moverme me deslizo sobre la colchoneta, … y lo peor de todo es que a Manolo sin embargo le veo dormir a pierna suelta ¡Qué envidia! Después de muchas horas tengo la impresión de no haber pegado ojo, aunque lo más seguro es que en realidad haya pasado la noche en un estado de duermevela. Al menos cada vez que abro los ojos tengo en qué entretenerme y explayarme: la luna, las estrellas, nuestras vecinas las cabras, el caos de piedra y las grandes moles que nos rodean.
Al meternos por la noche en los sacos habíamos temido por un momento que el amanecer nos pillase profundamente dormidos y que pudiéramos necesitar ponernos el despertador … No ocurrirá así; a las seis de la mañana estamos los dos desvelados y de charla, cada cual todavía enfundado a fondo en su saco porque no es precisamente calor lo que hace. Manolo asegura que él también ha pasado mala noche, y que sólo encadenaba 15 ó 20 minutos seguidos de sopor hasta que el entumecimiento del cuerpo le obligaba a cambiar de postura.
- ¡Pues no es eso lo que a mí me ha parecido ver, Manolito!
Muy lentamente el cielo empieza a clarear. El macizo se despierta y con él también se desperezan las cabras. ¡¡Esto es grandioso!! Vemos aclararse los perfiles de los grandes picos, perfilarse la silueta de algún macho en lo alto del Venteadero y la luna, enorme, bajar hacia el horizonte del cuchillar. No terminamos de decidirnos a salir de los sacos. El sol baña ya buena pate de todo cuanto nos rodea, pero el Ameal de Pablo se empeña en hacer sombra sobre nosotros y eso nos anima a remolonear todavía un poco más dentro del caldeado ambiente de nuestros sucedáneos de cama.
En fin, habrá que decidirse porque si no se nos irá el día y seguiremos tratando de reunir la determinación necesaria para ponernos en pie. A la una, a las dos ... ¡y a las tres!
- ¡Corre, corre, vamos al solecito!
Lo que más extraño es una buena ducha. Esa además sería la única manera de poder controlar el nido de pájaros en que se convierte mi cabellera cuando estoy recién levantado. ¡Ay!, cómo añoro en ciertos momentos aquel rapado al uno que me hice cuando marchamos de senderismo a Nepal. ¡Y qué me decís de la suerte que tienen los calvos! Bueno, qué le vamos a hacer, a mí en el reparto me tocó espesa y rebelde mata de pelo y aunque supongo que eso quizá pueda tener sus ventajas sin embargo queda claro que está reñido a muerte con el vivaqueo.
Pues nada, a falta de duchazo nos conformaremos con cambiarnos de camiseta. Por lo demás las tareas domésticas se reducen a airear los sacos y terminar de recoger lo poco que pudiéramos tener fuera de las mochilas. Mientras enrollamos los sacos de dormir Manolo me cuenta las excelencias del suyo, un mítico Pedro Gómez que es gemelo de otro igual que sabemos que también tiene Antonio. Hay que ver, estos veteranos siempre nos sorprenden: lo mismo se sacan de la chistera fotos añejas en las que posaban hace tres o cuatro decenios con pantalones bávaros y duras botas Kamet, que nos descubren alguna reliquia de sus tiempos mozos de esas que ya no se fabrican y que hay que guardar como oro en paño para que duren toda la vida.
Estamos listos para un nuevo día de travesía. Aunque estamos en pleno mes de julio, a 2.500 metros y a estas horas de la mañana el fresquete hace aconsejable dejarse puesto de momento el forro polar. El acercamiento de ayer nos había dejado en una posición envidiable, así que en dos patadas estamos en el Collado del Venteadero y en una tercera patada nos llegamos hasta la Muesca. Desde aquí se diría que la cima de la Galana está ahí mismo, apenas un par de metros sobresaliendo por encima del escollo que tenemos más próximo. Pero Manolito me pone sobre aviso: “No te fíes; es un efecto óptico. Entre medias está el profundo tajo de la Muesca, que desde aquí no se aprecia pero que obliga a destrepar varios metros para volver a ganarlos a renglón seguido por el lado contrario”. Dejamos aquí mismo los macutos para poder hacer toda la operación con mayor comodidad y no nos llevamos más que las cámaras y el cintajo, que en un momento dado lo mismo nos podrá valer de agarradera que de quitamiedos.
Dicho y hecho. Muesca, trepada posterior y paso final en el que hay que decantarse por un cruce aéreo con menos zancada pero más patio, o bien un escalón que aunque no cuelga sobre el vacío sin embargo está formado por bloques más difíciles de trepar. Por suerte en este último han dejado un par de cordinos para facilitar la operación, que sumados a la cinta que nosotros llevamos nos lo dejan a huevo para hacernos con el primero de nuestros objetivos. Un pico al que yo creí que nunca llegaría porque sabía que en una ruta de una sola jornada quedaba fuera de mis posibilidades y al que hasta hace pocos días tampoco nunca me había planteado atacarlo con vivac, así que es una conquista que tiene para mi un significado muy especial. La Galana ya es nuestra, ¡¡bien!!
De allí vuelta al Venteadero pasando otra vez por la Muesca, y a seguir hacia el Cuchillar de Ballesteros con intención de ganar el Almanzor desde este lado. Mi compañero asegura que es este el cuchillar más fácil de atravesar de todos los que dan forma al circo. Ya veremos, porque nos adentramos ahora en terreno desconocido que ni Manolo ni yo hemos visitado nunca. Pero sí, los buenos presagios de Loloto se cumplen y de hecho varios regueros de hitos distintos, paralelos entre sí unos más arriba y otros más abajo, discurren bajo el filo superior del cuchillar.
Nosotros intentamos siempre mantenernos en la cota más alta posible, que no siempre es la más fácil de transitar pero que nos asegura no perder altura para luego tener que volver a ganarla. Y así, mucho más rápido de lo que hubiéramos pensado, llegamos a la Portilla de los Cobardes. Oye, pues como que los que dieron nombre a este paso debían ser unos cobardes con las pelotas muy grandes porque hacia el lado contrario se abre un abismo considerable. Incluso después de unos primeros pasos titubeantes nos parece perder el rastro del camino, pero enseguida damos con él y al cabo de pocos compases ya hemos vuelto a aclimatarnos a eso de estar moviéndonos al borde del precipicio y lo hacemos con soltura.
Los hitos poco a poco bordean el flanco sur y nos llevan en dirección a la subida normal desde el Cuerno. Por encima de nosotros quedan sólo 50 metros de capirote y en cuanto podemos dejamos de rodearlos y les metemos mano para plantarnos en la cúspide del Almanzor. Hasta conseguirlo se nos interponen varios pasos de manos, pero esta vez no necesitaremos recurrir a la ayuda de la cinta; ni siquiera tiraremos de cinta en la bajada, que es cuando uno se suele preguntar “¿pero cómo carajo pasé yo antes por aquí?”
También la cima del Almanzor me hace una ilusión especial, porque la otra única vez que estuve me costó mucho esfuerzo y fue de las que terminé al límite de mi capacidad de aguante, y por lo tanto pensé que nunca más volvería a verme aquí ... Por algo dicen eso de “nunca digas nunca jamás”, que es precisamente uno de los dichos que más a menudo me ha venido a la cabeza a lo largo de los muchos años que llevo haciendo montaña. Además en mi anterior visita al Almanzor, con Antonio y con Juanito, la subida la hicimos con nieve, armados por tanto con el habitual despliegue de piolet, crampones y cuerda; hoy sin embargo la nieve brilla por su ausencia y todo es roca y más roca, por lo que el panorama y la marcha resultan muy diferentes una de otra.
Después de recrearnos un buen rato en las alturas emprendemos el camino de retorno hacia el Elola. Volvemos para ello a territorio que nos resulta conocido: Cuerno, Portilla del Crampón, Hoya Antón. En la charla durante el descenso hablamos de todo un poco, desde admirarnos de que Antonio siendo todavía un chaval hubiese podido recorrer todos estos parajes y recovecos armado con un simple mapa de carreteras, hasta el alivio y la alegría que me produce el que mis botas hayan aguantado sin decomponerse hasta el final de la marcha. Y es que esas botas las traía ya medio rotas, con agujeros en las punteras que amenazaban traspasar de un momento a otro y con algún que otro trozo de suela desprendido, e incluso al ir a arrancar el día anterior desde la Plataforma estuve dudando hasta el último momento entre ponerme esas u otras más blandas que me había traído. Al final acerté en la elección y ellas, las botas, no podrían haber tenido una muerte más digna; porque, ¿cabe una retirada con más honor que hacerla conquistando Galana y Almanzor? ... Pues sí, sí que cabe, porque esas mismas botas que yo daba ya por muertas y enterradas subirían también pocas semanas más tarde al Veleta y al Mulhacén. Mucho me temo que este sí será ya su epitafio definitivo, porque dudo que puedan permitirse otras alegrías semejantes. Buen servicio me han dado y final heroico han tenido.
A medida que nos acercamos a la Laguna Grande una sola idea empieza a ocupar nuestras mentes y cada vez estamos más ansiosos por hacer realidad ese obsesivo pensamiento. No se trata de comer; tampoco beber, ni siquiera tumbarnos un rato en la hierba. No, en lo que vamos pensando es en quitarnos las botas, sentarnos en la orilla y meter los pies en el agua. ¡¡¡¡Ahhhhh, qué placer!!!! Ese remojón y refrescamiento de quesos en las frías aguas de Gredos ya lo bautizó en su día Rodolfo con el peculiar nombre de “pediluvio”. Bien, pues en el borde de la laguna nos premiamos con un pediluvio y en la Plataforma, al acabar definitivamente la travesía y antes de montarnos en el coche de vuelta a casa, nos regalaremos otro más en las aguas de la Garganta de Prado Puerto. Entre medias de uno y otro pediluvio no nos quedó más que dar cumplida cuenta de nuestras últimas viandas, zanjar el trámite de salvar el escollo de los Barrerones, atravesar el Prado de las Pozas y despedirnos de Gredos hasta la próxima.
En el aparcamiento coincidimos con la partida de las caballerías cargadas de provisiones en dirección a los refugios Elola y de Reguero Llano. Con el responsable de este último nos entretenemos un rato charlando, porque nos presenta a dos de sus preciosos perros Alaskan Malamute, nos relata sus pinitos invernales como musher por estos parajes y resulta que nos cuenta (¡oh sorpresa!) que hasta sus oídos ha llegado información de un loco de la colina que practicaba esa misma disciplina de trineo tirado por perros en la zona de Rascafría (... ¿quién será, quién será?)
Hasta aquí dieron de sí esos dos días ligándonos a esta titi despampanante. Me quedaba sólo encontrar título para el relato, y la solución me la dio Manolo cuando vi el vídeo que había editado de nuestro periplo y la banda sonora con que lo había adornado; la música era muy buena y el título de esa canción resultaba venir como anillo al dedo a lo que para mí había significado esa travesía. Pues no se hable más, esto será nada más y nada menos que: ¡VIVA LA VIDA!
Esta marcha se hizo los días 5 y 6 de julio de 2012. En ella participaron los siguientes miembros del grupo de montaña Alevines Intrépidos: Manolo y Miguel.
Miguel Marco Mommens – 10 de septiembre de 2012
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